mayo

"(...) ¿Qué juramos, el 25 de mayo de 1810, arrodillados en el piso de ladrillos del Cabildo? ¿Qué juramos, arrodillados en el piso de ladrillos de la sala capitular del Cabildo, las cabezas gachas, la mano de uno sobre el hombro de otro? ¿Qué juré yo, de rodillas en la sala capitular del Cabildo, la mano en el hombro de Saavedra, y la mano de Saavedra sobre los Evangelios, y los Evangelios sobre un sitial cubierto por un mantel blanco y espeso? ¿Qué juré yo, ese día oscuro y ventoso, de rodillas en la sala capitular del Cabildo, la chaqueta abrochada y la cabeza gacha, y bajo la chaqueta abrochada, dos pistolas cargadas? ¿Qué juré yo, de rodillas sobre los ladrillos del piso de la sala capitular del Cabildo, a la luz de velones y candiles, la mano sobre el hombro de Saavedra, la chaqueta abrochada, las pistolas cargadas bajo la chaqueta abrochada, la mano de Belgrano sobre mi hombro?
¿Qué juramos Saavedra, Belgrano, yo, Paso y Moreno, Moreno, allá, el último de la fila viboreante de hombres arrodillados en el piso de ladrillos de la sala capitular del Cabildo, la mano de Moreno, pequeña, pálida, de niño, sobre el hombro de Paso, la cara lunar, blanca, fosforecente, caída sobre el pecho, las pistolas cargadas en los bolsillos de su chaqueta, inmóvil como un ídolo, lejos de la luz de velones y candiles, lejos de crucifijo y los Santos Evangelios que reposaban sobre el sitial guarnecido por un mantel blanco y espeso? ¿Qué juró Moreno, allí, el último en la fila viboreante de hombres arrodillados, Moreno, que estuvo, frío e indomable, detrás de French y Beruti, y los llevó, insomnes, con su voz suave, apenas un silbido filoso y continuo, a un mundo de sueño, y French y Beruti, que ya no descenderían de ese mundo de sueño, armaron a los que, apostados frente al Cabildo, esperaron, como nosotros, los arrodillados, el contragolpe monárquico para aplastarlo o morir en el entrevero?
¿Qué juramos allí, en el Cabildo, de rodillas, ese día oscuro y otoñal de mayo? ¿Qué juró Saavedra? ¿Qué Belgrano, mi primo? ¿Y qué el doctor Moreno, que me dijo rezo a Dios para que a usted, Castelli, y a mí, la muerte nos sorprenda jóvenes?
¿Juré, yo, morir joven? ¿Y a quién juré morir joven? ¿ Y por qué? (...)"

Andrés Rivera, La revolución es un sueño eterno

niños del hotel chelsea

Es linda la sensación cuando uno está leyendo un libro que le gusta. Es lindo, sí, pero es, al mismo tiempo, un poco angustiante –no sé, saber que se va a terminar, supongo–. Me pasa cuando el libro es, además, un lindo objeto, lindo papel, buena impresión, pero sobre todo, desde ya, cuando me atrapa lo que estoy leyendo. No puedo parar de leer, quiero ver como sigue, a dónde me lleva, pero quiero que dure, que no haya un the end ahí cerca.
Hacía tiempo que no me pasaba. Y, curiosamente o no, la última vez fue con otro libro que tiene muchísimas cosas en común con este: el Chronicles, Volume One de Bob Dylan –dos memorias, de dos músicos, los dos hablan de New York, los dos libros los compré en New York, los dos tienen un tono similar, los dos te dan ganas de ir y escuchar más discos, y los dos dan ganas de que no se terminen.
Just Kids, de Patti Smith, es la historia de la relación –de amor, de amistad, de admiración, de conexión– entre ella y Robert Mapplethorpe.
Aunque cuenta algo de cuando ellos eran chicos, la historia empieza en serio cuando ellos se conocen, en NY en el 67, y termina a fines de los setenta, en el momento en que los dos, de alguna manera, empiezan a llegar a ser alguien. Después, sí, están los saltos en el tiempo, al principio y al final del libro, a los últimos días de Mapplethorpe y a las despedidas y al final.
Y el libro, además de ser el relato de esos años, además de ser una suerte de homenaje de ella a Mapplethorpe como amigo y como artista, es una muy buena pintura de la Nueva York de fines de los 60s y principios de los 70s –y sobre todo de esa Nueva York que orbitaba alrededor del Hotel Chelsea, el Max's Kansas City –o, mejor dicho, a la mesa de Warhol en el Max's Kansas City–, el CBGB, la calle 42 –y la calle 42 de las putas y los dealers y los travestis y los borrachos, no la calle 42 de GAP y el Disney Store– y los departamentos semivacíos del East Village o el Lower East Side, una Nueva York donde uno desayunaba en el Hotel Chelsea a dos mesas de Jimi Hendrix y se cruzaba en el lobby con los Jefferson Airplane o le servía un vaso de Southern Confort a Janis Joplin o le pedía a Allen Ginsberg que le compre un muffin.
Como me pasa siempre con las memorias o biografías, hay un momento en el libro –y generalmente está en esa parte en que ya doblamos la esquina y no queremos que se termine– en que llegamos a ese instante definitorio: en Just Kids, es la página 248 –Patti Smith ya armó su grupo, toca en el Village días antes de grabar su primer disco y, esa noche, entre el público está él, Bob Dylan. Supongo que la electricidad en el aire de esa noche, sí, se siente cuando leemos esa página del libro.
Supongo que esa es una de las razones por las que me gusta leer sobre los escritores o músicos que me gustan. Me di cuenta, hace ya mucho, que después de eso, puedo disfrutar las cosas en dos niveles –uno casi primario, más por la piel, la primera impresión, las reacciones naturales, y otro al que llegamos cuando entendemos, claro, por qué cada cosa va en su lugar en esta historia–. Lo bueno, en todo caso, es poder ir pasando de un nivel al otro, ida y vuelta, y poder disfrutar las dos cosas. Está bueno, sí, volver a escuchar Blonde on blonde como la primera vez y está bueno saber quién es la rubia detrás de Just like a woman y Leopard-skin pill-box hat.
Miro la biblioteca ahora y trato de encontrar entre los colores las distintas biografías que leí en los últimos años. Hay una de Dylan –además de Chronicles–, una de Jack Kerouac –aunque, en realidad, supongo que todos los libros de Kerouac arman una gran autobiografía–, un par más de los escritores de la generación beat –Minor characters, de Joyce Johnson, y Off the road, de Carolyn Cassidy, dos mujeres que fueron, de alguna manera, personajes secundarios o personajes al costado de la ruta, de esa generación– una muy buena de Kurt Cobain, un par de los Beatles, una bastante mala de Edie Sedgwick y debe haber más. Y ahora, entre los libros violetas, está este libro lindísimo de Patti Smith.
Supongo que lo que pasa cuando leo estos libros es que quiero ir y leer los libros o escuchar los discos de los que hablan. Ahora quiero ver fotos de Mapplethorpe –y justo leo que va a haber una muestra de sus fotos en el Malba, este invierno– y poner todos los discos de Patti Smith que tengo, empezando por el primero, ese que estaba por grabar en la página 248 del libro y que hizo que las cosas, después, no fueran lo mismo.
Supongo que eso pasa, en cierta forma, con todos los discos y libros que nos cruzamos.