dibujar es bailar y saltar es felicidad

ella baila
porque cuando dibuja, baila
en colores y más colores
y su lápiz es la más linda canción
y ella salta,
su pelo vuela
porque tiene vida propia, creo
y juega y baila y salta
con ella
como sus lápices
y colores y sonrisas
y sonrisas dibujadas
y ella salta
porque saltar es felicidad

(inspirado en ella y en sus lindas lindas ilustraciones)

y el segundo dia, dios creo esa subida hasta los cuatro mil doscientos metros

Ahí vamos, uno tras otro, en la mañana fría. Subiendo. Entre los últimos retazos de selva, primero, y después allá en la altura vacía, seca, despojada, desnuda. Ahí vamos, rodeados de un despliegue de cierta belleza desolada que nos acompaña buscando aquel punto, allá arriba, dentro de tres horas. La fila es larga y todos parecemos ir a un mismo ritmo.
“Es el aire:” me digo, “me falta el aire”. Nos volvemos a parar, apoyamos las manos en las rodillas, nos sentamos al costado del camino, apoyamos en el piso las mochilas que parecen pesar el doble. Pasan dos chicas australianas que conocimos en Cuzco y en su mezcla de inglés australiano y español de varias semanas de viaje nos arengan para que sigamos. Sonrío, las saludo levantando apenas la mano. La mochila otra vez en los hombros. Nos levantamos. La mochila otra vez en los hombros. Juntamos una bocanada de aire, junto una bocanada de este aire de poco oxígeno que se va llenando de a poco con esa nube que viene subiendo desde el valle, desde allá, cada vez más abajo. El valle está cada vez más abajo y sin embargo el punto donde termina la montaña todavía parece estar a la misma altura, allá arriba. Lejos, alto. Dentro de tres horas. Tratamos de no pensar en el aire, tratamos de no pensar en estos escalones que alguna vez alguien cortó en la montaña, tratamos de no pensar en el sudor que nos molesta entre la espalda y la mochila, en las gotas que escapan por debajo de mi sombrero y caen por mi frente sucia.
“Es el aire:” me digo, “me falta el aire”. Pero sigo caminando, los brazos colgando al costado de mi cuerpo, lo ojos fijos en aquel punto allá arriba, ahora un poco a la derecha. Dentro de tres horas. El punto allá arriba, un poco a la derecha y ahora el camino dobla a la izquierda. “Alguien hizo esto para que yo lo sufra”, pienso y sonrío sin mover los labios, porque cada pequeño movimiento cansa. Y falta el aire. Alguien hizo esto, cortar los escalones en la piedra y hacer que el camino doble a la izquierda, sólo para que todo esto sea un poco más difícil de soportar, para que yo pierda de vista por un rato el valle y el punto donde termina de subir el camino y sólo vea la mochila de alguien caminando unos metros delante de mí.
“Es el aire”, digo, “las piernas están bien, las piernas no te duelen, es el aire”. Sí, estoy hablando solo o eso creo. Ahora un pie adelante del otro, eso es, ahora el otro, pensando de a un paso, dos, tres, cuatro, cinco, seis, así, bien, pero es el aire, catorce, quince, los chicos ingleses del aeropuerto, see you up there!, sigo sin recordar sus nombres, es el aire, veinte, veintiuno, falta mucho, ya debe ser mediodía, ¿eran ingleses o ella era inglesa y él no? no sé, no importa, pero me pasan como si fuese un poste, allá van. Miramos el reloj aunque nos damos cuenta, a través de las nubes, de que el sol todavía no está sobre nuestras cabezas. “Sí, es el aire”, treinta, treinta y uno, treinta y dos, el sol no está sobre nuestras cabezas y de a ratos se asoma por entre esas nubes de allá atrás y me da en la espalda. El sol. Quiero estar al sol, tirado en la arena, mirando el mar ir y venir. Pero el sol está allá atrás. Por eso hace este calor, y falta el aire. ¿Los españoles se habrán perdido de descubrir Machu Pichu porque se cansaron este segundo día de caminar y subir y seguir subiendo? Las chicas australianas están ahora sentadas al lado del sendero, soy yo el que las alienta ahora, come on girls, we are almost there, y tengo un poco de hambre. Tengo hambre porque apenas probé el desayuno. Apenas probé algo hecho con cereales y chocolate que a todos les gustó y a mí no. No me gustó, aunque mi mamá siempre me cuenta que cuando era chico comía toneladas de Nestum y esas cosas. Tengo hambre. Y calor. Comés todo lo que hay en el plato o no ves la tele.
Y es el aire.
“Y es el aire”, me vuelvo a decir o vuelvo a decir en voz alta. Sin mover los labios. Un pie adelante del otro, el otro ahora, “vamos que no falta mucho”, pensamos. ¿O falta demasiado? Si Dios fue el que creó esto, al menos puso un lindo paisaje acá a la derecha para que nos distraigamos un poco. Aunque Dios haya sido el que creó esto, me sigue faltando el aire. Trato de no pensar en eso: en el aire que falta y en si Dios creó todo esto. Nos sentamos un rato ahora, sí, no nos va a hacer mal, nos sentamos un rato, cerramos los ojos, respiramos tranquilos, nos secamos la frente, tomamos un poco de aire, un poco de aire de poco oxígeno y nubes que ya nos alcanzaron desde el valle allá abajo. Un poco de aire de poco oxígeno y un poco de agua con bastante gusto a lavandina. Miro allá arriba, “no falta mucho”.
¿Dónde están los demás? ¿Van adelante? ¿Vienen atrás? ¿Dónde los perdí o dónde me perdieron? ¿Les falta poco? ¿Creen, como yo, que Dios creó esta subida para torturarme? ¿Les falta el aire también?
Empezamos de nuevo: un pie adelante del otro, dos, tres, cuatro, cinco pasos, allá vamos. Caminamos y miramos lo que nos rodea, caminamos y miramos la mochila de alguien caminando delante de nosotros. Caminamos y miramos la mochila de alguien caminando delante de nosotros. Caminamos y miramos la mochila de alguien caminando delante de nosotros. El río Llullucha, los arbustos perdidos en este paisaje casi sin verde, una vaca subida a la montaña, ¿qué hace una vaca subida a la montaña? la mochila de alguien adelante, el punto allá arriba, un poco a la derecha, y allá abajo, entre la niebla, el otro río y el campamento que dejamos atrás hace demasiado. No veo el río y no veo el campamento porque lo único que veo es el camino. Y la mochila de alguien caminando adelante. Lo único que veo es el camino que parece una línea trazada con regla sobre este color invariable de la montaña. Una línea recta cortada por decenas de puntitos de colores que son los que vienen subiendo detrás mío, esos mismos puntitos que veo adelante, cada vez que trato de pensar cuánto falta para terminar de subir. Pienso y sonrío: “Yo debo ser otro puntito de color más y alguien allá atrás debe pensar: a ese puntito verde le falta menos que a mí”. Por lo menos no llueve. Toco madera. Falta poco. Por lo menos no llueve. Sigo, un paso a la vez. Falta poco. Trato de no pensar en nada. ¿Cuánto hace que camino, que caminamos? ¿Mamá, cuánto falta?
“Es el aire:” me digo, “me falta el aire”. Me vuelvo a parar, apoyo las manos en las rodillas, me siento a un costado del camino, apoyo en el piso la mochila que ahora parece pesar toneladas. Nos volvemos a parar, apoyamos las manos en las rodillas, nos sentamos al costado del camino, apoyamos en el piso las mochilas que pesan toneladas.
Y en algún momento, en alguna de esas tres horas que faltaban, y aunque sigue faltando el aire, sólo faltan unos trescientos metros y ya distinguimos las siluetas allá arriba, recortándose contra el cielo, casi como se recorta la montaña. Y no hay nada más allá, nada más allá de esos cuatro mil doscientos metros, nada más allá de las siluetas recortándose en el cielo como se recorta la montaña. Un esfuerzo más, un último esfuerzo, ahora más que nunca es un paso y después el otro y después el siguiente y otro más, la mirada fija en las piedras recortadas delante de mis pies y en la mochila de alguien caminando delante de nosotros, tratamos de no pensar, tratamos de seguir con ese paso a paso sin oxígeno, y las siluetas empiezan a ser más nítidas y a ellas se les suman sonidos ahora. No, hasta este momento, no creo que antes haya habido algún sonido. Debe haber sido mi mente en blanco, porque, lo sé, trato de no pensar.
Y falta poco ya, sí, y esos sonidos son voces saliendo de allá arriba, voces que gritan mi nombre y las reconozco en medio de otras voces que gritan otros nombres, levanto la vista y agito los brazos para saludar a mis amigos que deben estar allá arriba gritando mi nombre aunque no los distingo, levantamos los brazos sin distinguir las voces entre las siluetas, pero ya estoy ahí, ya estamos ahí, allá, arriba falta poco, muy poco, para subir esos interminables últimos escalones hasta arriba del mundo.
Pero no hay aire. Creo que eso ya me lo dije.
“Es el aire:” me digo, “me falta el aire”.

cola de leon

A la hora de la cena, nada se mueve. A la hora de la cena, no llegó nadie. “Ya tendrían que estar acá”, piensa Pablito. Y tiene hambre. No sabe qué pasó. No sabe si alguien más pudo escapar. Volvió al departamento de Jorge Newbery y Corrientes y espera. No hay señales de nadie. Y tiene hambre. Y no hay nada en la heladera, salvo una Quilmes por la mitad. “Podría cruzar al kiosco”, se dice, “pero van a llegar y no me van a encontrar”. Y las órdenes eran claras: si algo no planeado sucede, desaparecer, irse cada uno por su lado y encontrarse directamente en Newbery.
Y no moverse.
Y entonces Pablito no se mueve. Aguanta el ruido en el estómago y espera. Mira por la ventana, pero no hay demasiado que pueda ver —una parte de la medianera, unas bolsas de consorcio, algunas ventanas cerradas o sin luces, los reflejos del cartel de Camel del kiosco y de las luces de los autos pasando por la avenida—. El resto es todo oscuridad, el resto es todo quietud.
Se pregunta qué habrá pasado. ¿Habrá quedado él solo? ¿Será el único que pudo escapar? “No, no lo creo:” piensa, “si son todos más inteligentes que yo. Y si yo pude llegar hasta acá, ellos ya deben estar por llegar”. Sigue mirando lo poco que puede ver por la ventana. “Deben estar haciendo tiempo, yirando para despistar a la cana”.
Duda. ¿Y si lo siguieron a él? ¿Qué va a pasar, qué van a decir los otros si a él, que escapó casi sin pensar, lo siguieron hasta Chacarita sin que se dé cuenta? “No, no puede ser,” piensa, “ya me habrían agarrado”. Miedo. Pueden estar esperando a que lleguen los demás. Un sudor frío empapa la remera azul de Pablito. Miedo a la espera. Miedo a que lo estén esperando a él. “Pueden estar en esas ventanas”, piensa Pablito y se aleja de la suya. Apaga la luz.
Piensa en los demás. En el Ruso, en Patán, en el Gordo. Piensa en Urruti.
Y hay una mezcla de miedo y tranquilidad en pensar en Urruti. Sabe que él hizo todo bien, sabe que cumplió su parte del plan. No hubo errores. Pero Julián Urruti, el jefe, es un tipo que mete miedo. Siempre con pocas palabras y sin transmitir nada que no quisiese. Y se había cargado a varios de sus cómplices en otro robo. O eso le contó Patán, al menos. “Hay que tener cuidado con este tipo, pibe” le había dicho. Pero eran muchas, demasiadas, las historias que había escuchado y, además, Urruti siempre lo había tratado bien. Urruti conocía a sus padres y confiaba en él. Y él confiaba en Urruti. Lo demás, creía, eran sólo historias.
–Tu viejo era un buen tipo, Pablito. Y los quería a vos y a tu vieja y a las pibas. Una cagada lo que pasó. Te juro que si yo hubiera estado ahí, nada le pasaba.
Pero Patán, según le había contado a Pablito unos días antes, había escuchado varias historias en Devoto y en Catán. “El tipo estaba ahí cuando fue lo de tu viejo. Y no hizo un carajo. Se escondió y se guardó la guita”. Pablito, de todas maneras, no le creía a Patán, a quien había conocido solamente unas semanas atrás, en un bar frente al cementerio, cuando Urruti los juntó para contarles su plan y distribuir las partes que a cada uno le tocaban.
Y Urruti dijo que confiaba en Pablito, “el pibe de Ramírez”.
Es la hora de la cena y nada sucede. Pablito Ramírez espera. Espera que alguno de los demás llegue. Repasa el plan. Y se da cuenta de que sólo recuerda su parte. “Así va a ser más fácil:”, había pensado, “hago lo que me toca, no me preocupo por el resto, todo sale bien, y me quedo con mi parte de la guita cuando Urruti la reparta”. Ni siquiera recuerda haber pensado si su porción era menor que la de los demás. Y no le importaba. Era una buena plata y listo. Y no debía hacer nada más que esperar con el auto –un Taunus que había conseguido el Ruso– en marcha. Los demás ingresarían, se encargarían de los policías, tomarían el dinero y saldrían. Y él manejaría por las calles que Urruti le fuese indicando. Si todo salía bien, si no había ningún sujeto tratando de jugar a ser el héroe del día, como decía Urruti, ni siquiera habría que disparar una sola bala.
–Vos, Pablito, no te tenés que calentar por nada: ni siquiera tenés que llevar un chumbo –le sonrió Urruti cuando repartieron las armas la mañana del día indicado.
Pero Pablito llevó un viejo revolver de seis tiros que había sido de su padre. Las seis balas listas, por más que el plan no dejaba dudas y no habría que dispararlas. Pensó que era indicado no decirle nada ni a Urruti ni a los demás.
Ahora, repasando lo que había ocurrido varias horas antes, Pablito no recuerda haber pensado en el arma en su bolsillo cuando vió al Ruso y al Gordo salir corriendo del banco. “Algo no está bien”, sí recuerda haber pensado. Y entonces, como un taxi tapaba al Taunus, se bajó y corrió él también. No recuerda haber escuchado tiros o gritos o sirenas. Corrió, dobló en la primera esquina y no miró más para atrás. Cruzó una plaza, se metío en el subte y afortunadamente un tren de la línea B vino a su rescate. Unos minutos después, estaba entrando en el departamento vacío de Newbery donde debían encontrarse todos. Nadie lo había seguido, ahora estaba seguro. Haberse metido en el subte era lo que lo había salvado, pensaba.
Recién al llegar al departamento, recordó el revolver en su bolsillo, todavía con las seis balas.
Pero nadie había llegado. La hora de la cena, las luces ya encendidas en toda la ciudad y nadie había vuelto. Y Pablito espera.
Pablito se sienta en la mesa frente a la puerta, los ojos cansados fijos en el picaporte. Las luces todavía apagadas. Los ruídos y los reflejos de las luces llegan amortiguados de la avenida y el kiosco. No hay nadie en las ventanas del edificio de al lado, se tranquiliza. Pero se da cuenta que tiene la mano en el bolsillo, apretando fuerte el arma.
Suda frío y espera y mantiene la mirada fija en la puerta que no se abre, la mano empuñando un revolver con seis balas.
A la hora de la cena y, ahora, con el arma sobre la mesa, Pablito tiene un pensamiento que lo aturde. Piensa que lo abandonaron. Piensa que nadie va a llegar a esa puerta. Piensa que su parte del botín está, posiblemente, escapando de la ciudad. Piensa también en que Urruti, sí, pudo haberse desecho del Ruso, del Gordo y de Patán. Y que ahora le toca a él.
Piensa que todo sí salió como estaba planeado, pero se da cuenta de que él no era parte del plan.
Tiene ganas de llorar. Y tiene hambre. Porque es la hora de la cena y nadie llegó y no va a bajar al kiosco. Sentado frente a la puerta, Pablito escucha los sonidos amortiguados de la calle y escucha el ruido que hace su estómago. “¿Qué pasó?”, piensa, “¿y qué va a pasar?”
El picaporte gira, se abre la puerta y Pablito Ramírez dispara los seis tiros.